
Hay naciones que confían en sus leyes; la nuestra, con frecuencia, confía en sus hábitos. Entre ambos extremos se extiende una topología. Pasillos, atajos, coimas, promesas. La palabra corrupción —que en latín aludía a la descomposición de la materia— designa aquí algo más vasto, una estructura, un modo de distribuir favores, demoras y accesos. No es un accidente, es una gramática.
El episodio que ocupa la escena —audios atribuidos al entonces titular de la Agencia Nacional de Discapacidad, allanamientos, renuncias forzadas y nombres que rozan el centro del poder— no es noticia, sino repetición. Los audios refieren al “retorno” de un porcentaje en las compras de medicamentos; la justicia allanó oficinas y domicilios; y el Gobierno desplazó a Diego Spagnuolo. En las grabaciones se mencionan a Karina Milei y a Eduardo “Lule” Menem; la empresa Suizo Argentina aparece como nodo recurrente. Los hechos son conocidos: lo decisivo no es el detalle, sino la forma. Y la forma nos resulta .
El Presidente respondió con dos gestos. Por un lado, la negación enfática —“todo es mentira”— y por otro con una frase reveladora: “Están molestos porque les estamos afanando los choreos”. La primera busca clausurar el laberinto con una palabra; la segunda lo confirma desde el reverso, como si un acto fallido revelara que la corrupción, más que crimen, es botín en disputa. Ninguno de los dos gestos desmonta la estructura.

¿Por qué, entonces, un escándalo que hiere la médula del discurso anticasta no ocupa el centro de la preocupación ciudadana? La respuesta es amarga: porque la corrupción se percibe como un atributo del mundo, no como una anomalía del gobierno de turno. Cuando el salario se derrumba, la inflación muerde y la pobreza insiste, el ciudadano privilegia los males inmediatos. El Índice de Percepción de la Corrupción lo dice sin metáfora. Argentina se estanca en 37 puntos sobre 100, puesto 99 global. El número no acusa a un individuo, acusa a una forma de vida política.
La desesperanza —esa virtud negativa— también tiene su metafísica. En el siglo XX algunos filósofos sospecharon que el infierno es la repetición. Nuestro escepticismo es precisamente eso, la expectativa de que todo volverá a ser como antes, aunque cambien los nombres. De esa sospecha nace un cinismo útil para sobrevivir y fatal para construir: si “todos roban”, la estrategia racional invita a mirar hacia otra parte mientras el propio bolsillo no sangra. El dilema del prisionero convertido en hábito nacional.
Se dirá que Milei vino a abolir esa costumbre. La escena actual, sin embargo, lo acerca al Olimpo que denostó. Más casta que la casta, dirán los impacientes. El líder que se soñó expulsado del club parece haber solicitado membresía. Su frase —“les estamos afanando los choreos”— cristaliza una intuición popular. Que la política discute la administración del privilegio, no su abolición. Quien promete dinamitar el laberinto termina habitándolo, a veces guiado por los mismos minotauros.
Hay, no obstante, un modo más sobrio de pensar. Corrupción es, con precisión, la privatización clandestina de las decisiones públicas. Su enemiga no es la moralina, sino la trazabilidad. Las épicas contra “la casta” son gramáticas de campaña; los controles que dejan rastro —datos abiertos de contratación en tiempo real, registros de beneficiarios finales, barandillas institucionales que no dependan de una firma— son prosa administrativa. La primera conmueve; la segunda previene. Mientras la política prefiera metáforas a mecanismos, el descrédito seguirá brotando en las junturas del sistema.
Este caso, como tantos otros, puede terminar en sobreseimientos, procesamientos o en la nada, que es también una forma del archivo. Pero su lección excede al expediente: recuerda que la corrupción no es un pecado sino una topología de oportunidades; que la transparencia no es virtud sino arquitectura; que la desesperanza, en última instancia, es la otra cara de la lucidez cuando esa arquitectura no aparece.

Y acaso —con un eco borgiano— la corrupción en la Argentina sea nuestro infinito: un espejo que repite, en cada época y en cada gobierno, las mismas astucias y las mismas traiciones. Como todo laberinto, ofrece salidas que no conducen afuera, sino a otra sala del mismo diseño. Quizá no haya Minotauro, sólo corredores que vuelven sobre sí mismos. Lo trágico no sería el robo, sino la repetición. Y lo terrible es que los argentinos ya hemos aprendido a habitar ese laberinto como si fuera nuestro hogar.
Fuente porAlejo Rios en Es Nota
El robo tiene distintas variables,el chorro que puede robar un celular autos,casa..o el ladrón de guante blanco que desde el estado roba descaradamente…sabiendo que son muchos y nunca se sabrá,probablemente la justicia toda puede tardar años en juzgar y condenar..pero..nunca se nombra al rey de la coima,el que por sus propios intereses. ..paga la misma.La competencia real ,funcionarios,gerentes,etc.que deberían ser cambiados con frecuencia con antecedentes limpios respecto a compras.. licitaciones..etc.etc.y..en caso de descubriste el «curro» juzgados y encarcelados sin perder tiempo..ni permitirles entregar ..más coimas para no ir presos. Debería ser un hecho ! Esto..aquí..no se usa.
Se paga todo más caro..desde medicamentos hasta maquinarias de todo tipo…parece una infección que no tiene remedio..y..parece que nuestro país..está . Desde hace tiempo..muy infectado.