
La explotación infantil no es una anomalía ni un destino inevitable: es una vulneración sistemática de derechos que interpela nuestra conciencia colectiva y nos compromete a actuar.
El 12 de junio fue el Día Mundial contra el Trabajo Infantil. No es solo una fecha en el calendario. Es un llamado impostergable a mirar de frente una de las formas más silenciosas y persistentes de sufrimiento infantil. Allí donde debería haber juego, aprendizaje y afecto, hay miles de niños trabajando desde edades tempranas, muchas veces en condiciones extremas. En el campo, en los basurales, en los talleres informales, en las calles: infancias que cargan responsabilidades que no les corresponden.
En la Argentina, se estima que más de 1,4 millones de niños y adolescentes de entre 5 y 17 años realizan algún tipo de trabajo. Esto equivale a aproximadamente 1 de cada 10 menores en esa franja etaria. La situación se agravó en los últimos años: mientras en 2020 el trabajo infantil alcanzaba al 5,3% de esa población, en 2022 trepó al 14,8%, en un contexto de crisis económica y pospandemia. Solo en el segundo semestre de 2023, más de 456.000 niños de entre 5 y 13 años trabajaron en alguna forma, y un 9,5% lo hizo en actividades económicas como cartoneo, venta ambulante o limpieza de vidrios, mientras que un 5,2% se dedicó a tareas domésticas intensivas en sus hogares.
Estos datos no pueden desligarse del contexto de pobreza que afecta a gran parte de nuestra infancia. Según Unicef, en el primer trimestre de 2024, el 70,8% de los niños en la Argentina vivían en situación de pobreza, y el 34%, en pobreza extrema. En ese escenario, el trabajo infantil deja de ser una excepción y se convierte en un síntoma crudo de desigualdad estructural.
Levantar la voz por las infancias trabajadoras es un acto de justicia. Nos interpela como comunidad y como nación. Porque el trabajo infantil no solo vulnera derechos: hiere la dignidad, limita el desarrollo y perpetúa el círculo de la pobreza.
Frente a esta realidad, es esencial sostener una mirada ética y esperanzada. Durante años, políticas públicas, campañas educativas, comunidades de fe y organizaciones sociales han trabajado para construir una conciencia colectiva sobre la necesidad de proteger a las infancias. Programas de inclusión educativa, espacios de participación juvenil, campañas de sensibilización: señales de una sociedad que busca cuidarse a sí misma empezando por sus niños.
Sin embargo, los desafíos actuales nos llaman a renovar ese compromiso. La erradicación del trabajo infantil no es solo una responsabilidad estatal: es una tarea compartida, que exige articular esfuerzos entre el Estado, las escuelas, las organizaciones sociales, las comunidades religiosas y las familias. Necesitamos reconstruir redes de cuidado solidario, donde cada niño pueda crecer en un entorno de afecto, seguridad y oportunidades.
El papa Francisco nos ha enseñado con fuerza: “Nadie debe quedarse afuera, nadie es descartable”. Ese principio, tan profundamente humano y cristiano, debe orientar nuestras acciones. No podemos naturalizar lo inaceptable ni resignarnos al dolor ajeno. La infancia no puede esperar.
Erradicar el trabajo infantil es, sobre todo, un acto de amor y de justicia. Implica ver en cada niño un rostro concreto, una historia, una promesa. Implica comprometernos con una cultura del cuidado que no deje a nadie atrás. Que esto sea una invitación profunda a renovar nuestra esperanza activa: esa que, en medio de la adversidad, nos impulsa a seguir construyendo una sociedad más justa, solidaria y fraterna.
