
Por Claudio Altamirano, educador, escritor y documentalista
Coordinador del Programa Educacion y Memoria de CABA (2008-2019)
El 24 de marzo, Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia, nos convoca no solo a recordar, sino también a reflexionar sobre las lecciones de nuestro pasado reciente y el papel central de la educación en la construcción de una sociedad democrática y justa. En este sentido, la educación se afirma como un derecho conquistado y un espacio clave de disputa identitaria y de poder. La escuela no es un ámbito neutral de mera transmisión de conocimientos; es un territorio donde se construyen y resignifican identidades, se reconocen las luchas históricas y, sobre todo, se cuestionan las narrativas excluyentes que han marcado a generaciones.
Durante la dictadura militar (1976-1983), la escuela fue instrumentalizada como un mecanismo de control ideológico: el currículum fue depurado de contenidos críticos, se impuso una narrativa autoritaria y se censuraron textos y docentes considerados subversivos. La represión docente fue una de las formas más violentas de disciplinamiento: cientos de educadores fueron perseguidos, despedidos o desaparecidos por defender una pedagogía crítica y liberadora. Además, la transferencia de escuelas a las provincias precarizó el sistema educativo y profundizó desigualdades estructurales, debilitando la educación pública como derecho universal. Este proceso no solo buscó acallar voces disidentes, sino también moldear subjetividades en función de un modelo de obediencia y despolitización.
Este artículo propone explorar cómo la memoria puede convertirse en una herramienta de emancipación, particularmente en el ámbito escolar, un espacio de posibilidades para las infancias y juventudes del presente.
La escuela como espacio de memoria colectiva
La escuela tiene el potencial de ser un espacio privilegiado para la construcción de una memoria colectiva que trascienda la simple repetición de hechos históricos y se convierta en un medio activo para resignificar el pasado. En sus aulas y espacios pedagógicos, se pueden visibilizar y reconocer las luchas que permitieron la expansión educativa, especialmente en contextos postdictatoriales como en nuestro país, donde persisten las huellas del terrorismo de Estado.
Recordar no es suficiente. La escuela también debe ser un espacio de disputa, donde se enfrenten narrativas excluyentes y negacionistas. No se trata solo de recordar injusticias, sino de cuestionar las estructuras de poder que las sostienen en el presente. De esta manera, la memoria, lejos de ser estática o nostálgica, se transforma en un motor de acción que permite a las nuevas generaciones reconfigurar sus realidades y construir futuros más justos.
Infancias y subjetivación
Es fundamental cuestionar cómo la escuela ha construido históricamente al «alumno» como un sujeto homogéneo, ignorando las diversidades identitarias y sociales de los estudiantes. Durante décadas, el sistema educativo ha impuesto un modelo uniforme de conocimiento, desestimando la pluralidad cultural, social y personal de quienes transitan sus aulas.
En este contexto, la enseñanza de la memoria debe pensarse como un proceso de construcción identitaria. Reconocer a las infancias y juventudes no solo como receptores de información, sino como sujetos políticos activos, con derechos, voz propia y una historia que les pertenece, es un paso fundamental. La pedagogía no debe imponer conocimientos, sino fomentar procesos de reconocimiento mutuo de identidades, valorando la diversidad en todas sus formas: cultural, étnica, de género, de clase, de capacidades y de trayectorias personales. Solo así la escuela podrá ser un espacio que no borre las singularidades, sino que las celebre dentro de un marco de respeto e igualdad de oportunidades.
Democracia y educación
La universalización del acceso a la educación, con la extensión de la escolaridad obligatoria a 14 años, representa un logro histórico en términos de inclusión social y justicia educativa. Sin embargo, este avance no debe ocultar los desafíos persistentes que enfrenta el sistema educativo: la deserción escolar, la fragmentación social y la marginación de sectores históricamente excluidos. Las políticas de memoria pueden desempeñar un papel clave en la reducción de estas problemáticas, promoviendo una pedagogía que incluya perspectivas diversas y fomente la participación activa de los estudiantes en la construcción de su propio conocimiento.
Repensar los currículos es esencial para avanzar hacia una educación inclusiva y democrática. Incluir saberes y experiencias marginadas permite una enseñanza que refleje la pluralidad cultural y social de nuestras comunidades. Como espacio de memoria activa, la escuela tiene la capacidad de formar ciudadanos críticos que comprendan sus identidades, derechos y el mundo que los rodea. La memoria no es un fin en sí misma, sino una herramienta poderosa de emancipación, un puente entre el pasado y un futuro más digno.
En este sentido, la Semana de la Memoria, celebrada en la UNPAZ del 21 al 28 de marzo, nos recuerda que la memoria es un compromiso activo. A través de charlas, cine-debate, muestras y paneles, la universidad abre un espacio de reflexión colectiva que trasciende lo académico y se proyecta en la comunidad. Estas iniciativas no solo buscan recordar el pasado, sino también interpelar el presente y generar estrategias para la construcción de una sociedad más justa e inclusiva.
Solo al reconocer la diversidad de identidades y experiencias dentro de las aulas podremos forjar una sociedad verdaderamente democrática e inclusiva, donde cada voz sea escuchada y cada historia valorada como parte de nuestra memoria colectiva.
Por Claudio Altamirano
Educador, escritor y documentalista
Coordinador del programa Educacion y Memoria de CABA (2008-2019)