
En el deporte, nadie se prepara para perder. Esa palabra es maldita. Y cuando los éxitos se encadenan, entonces puede parecer que sencillamente esa posibilidad está vedada. Si se toma por válida la enfermiza dualidad que divide el mundo entre ganadores y perdedores, a esta selección argentina solo le cabe el espacio de los primeros:
la historia reciente, todavía fresca, la avalan. Allí reside el enorme valor que tiene para Colombia haber dado un golpe sobre el statu quo del fútbol mundial: no cualquiera le gana a este equipo tan cargado de pergaminos como de orgullo, su motor invisible. Para lograrlo, hay que consumar algo así como una hazaña. Eso explica la imagen del final de la tarde en la tórrida Barranquilla: camisetas amarillas pegadas unas con otras en abrazos más típicos de una final ganada que de un partido que no definía nada. Y está muy bien valorar así un triunfo injusto desde el mereciómetro, por lo inusual: se cuentan con los dedos de una mano los que le torcieron el brazo a los campeones a lo largo de un ciclo irrepetible. Que está vigente, más allá de esta astilla. Paradojas del deporte: incluso perdiendo, se puede ganar. Aunque el afán resultadista -en el fútbol, en la calle- inste a creer que eso es mentira.